Redescubriendo a Florencio Sánchez en su centenario
Jorge Dubatti
Se suele presentar a Florencio Sánchez (nacido en Montevideo, Uruguay, en 1875, y muerto en Milán, Italia, víctima de una enfermedad pulmonar, un 7 de noviembre de 1910, es decir, hace 100 años) como el joven que sólo vivió 35 años y que, en un breve trayecto de producción (principalmente, entre 1903 y 1908), cambió la historia del teatro latinoamericano. Resulta imposible resignarse a la temprana pérdida de ese talento teatral enorme, imposible no pensar: ¿qué habría escrito de haber llegado a la madurez que va aportando el acopio de experiencia? En su “Conferencia en el Teatro Florida”, del 23 de julio de 1907, más allá de la consabida muestra de humildad para captar la benevolencia del auditorio, Sánchez se presenta a sí mismo como una promesa proyectada hacia el futuro: “Yo soy un autor dramático y no un conferencista. Es decir, eso no. [Soy] una persona que escribe obras para el teatro, y gracias: porque... lo de autor dramático en la amplitud del concepto, no es por ahora otra cosa en mí que una aspiración un poco pretenciosa”.
Para algunos historiadores es la figura máxima de la “Época de Oro” del teatro argentino. Para muchos, la principal prueba de existencia de un teatro rioplatense, de un área o zona compartida (en creadores, poéticas, imaginarios, formas de trabajo, concepciones) por Uruguay y Argentina. Sánchez confirma el ingreso del teatro argentino y uruguayo al canon occidental (antes lo había hecho la gauchesca, especialmente con Juan Moreira, versión mímica en 1884, versión hablada en 1886), a través de sus obras de formato mayor: los dramas rurales M´hijo el dotor, La gringa y Barranca abajo, las comedias dramáticas urbanas En familia y Un buen negocio, y los dramas naturalistas Los muertos, El pasado, Nuestros hijos y Los derechos de la salud. Pero Sánchez escribe además una considerable cantidad de piezas de teatro breve, para el formato “género chico”, zarzuela, sainete o comedia corta: Puertas adentro, Ladrones, La gente honesta, Canillita, Cédulas de San Juan, La pobre gente, Mano santa, El conventillo (texto perdido), El desalojo, Los curdas, La Tigra, Moneda falsa, El cacique Pichuleo (texto perdido) y Marta Gruni, un conjunto de piezas en las que esboza e investiga –con menos ambición autoral– en las poéticas de sus obras largas.
Ahora bien: ¿cómo redescubrir el teatro de Florencio Sánchez a 100 años de la muerte del autor y a 200 del nacimiento de la Argentina? Por un lado sorprende su percepción de las reglas del mercado teatral de principios de siglo XX, su ajuste a los reclamos estéticos e ideológicos del público, a la par que busca un equilibrio de estas fuerzas con el propio proyecto estético. Pero no es cierto que todas las obras de Sánchez expresen el pensamiento o las ideas de su autor. Más bien Sánchez nunca olvida que debe escribir obras que tengan impacto en los espectadores y, en lugar de diseñar poéticas que den lugar a personajes “delegados” de su propia visión social, política y estética, hace concesiones al gusto, al imaginario y la subjetividad de quien paga la entrada. Así se explica la tesis de M’hijo el dotor, que algunos analistas leen como una claudicación. Así se explica también el cambio del final de Barranca abajo. Si uno quiere saber qué pensaba Sánchez, más que ir a su teatro, debe leer su obra periodística y ensayística, sus conferencias “Teatro Florida” y “El teatro nacional”, las Cartas de un flojo y la serie de artículos El caudillaje criminal en Sudamérica, así como sus colaboraciones en La Voz del Pueblo o en La Protesta Humana. O su testamento: “Si yo muero, cosa difícil, dado mi amor a la vida, muero porque he resuelto morir. La única dificultad que no he sabido vencer en mi vida, ha sido la de vivir. Por lo demás, si algo puede la voluntad de quien no ha podido tenerla, dispongo: primero, que no haya entierro; segundo, que no haya luto; tercero, que mi cadáver sea llevado sin ruido y con olor a la Asistencia Pública, y de allí a la Morgue. Sería para mí un honor único que un estudiante de medicina fundara su saber provechoso para la humanidad en la disección de cualquiera de mis músculos”.
Sorprende también cómo adquirió Sánchez tanto saber teatral, cómo se hizo dramaturgo, en una época en la que no había maestros ni talleres de dramaturgia ni carreras de escritura teatral. En distintos estudios hemos señalado cómo su dramaturgia revela un profundo conocimiento de las nuevas tendencias del teatro europeo, hay huellas en sus textos del drama moderno de Henrik Ibsen y Hermann Sudermann, del naturalismo de Emile Zola y Henri Becque, del drama social de Gerhart Hauptmann, del melodrama social de Joaquín Dicenta y Angel Guimerá... Sánchez los frecuentó como espectador y lector –como escribimos en otra oportunidad–, en una época en la que la plaza teatral de Buenos Aires estaba muy conectada con la actividad del Viejo Continente. Sánchez debía estar muy atento, y su actividad intelectual y sensibilidad debían trascender el aspecto que le atribuían sus contemporáneos. Roberto F. Giusti lo describe así en uno de los primeros libros dedicados a Sánchez: “Alto, flaco, encorvado, con aquella cara mansa y algo aindiada a la que los ojos saltones y encapotados, el labio inferior caído y la mandíbula larga daban cierto aire de bobería, tenía el aspecto vulgar de un muchacho bueno y nada más”. Y según el testimonio de Alfredo L. Palacios: “Sánchez era un muchacho flaco, desgarbado, que frecuentemente tenía hambre y frío. Sus ojos negros, entornados, de mirada dolorosa y sin luz, impresionaban. Recuerdo, todavía, la impresión amarga que me hizo cuando lo oí hablar con su labio colgante y su aspecto de hombre ajeno a todo lo que lo rodeaba”. Pero Sánchez debía estar bien despierto, sobre todo en lo que hace a militancia y teatro. El interés de Sánchez por vincular su teatro a las tendencias europeas queda expresado en su conferencia “El teatro nacional”, donde cuestiona el concepto que da título a su disertación: “El teatro no tiene bandera. Es universal, es humano. A nadie se le ha ocurrido hasta la fecha hablar del teatro nacional inglés o francés o italiano, aunque todos hablemos del inglés Shakespeare o del francés Molière o del italiano Goldoni”. Pero también es cierto que Sánchez estaba muy atento al medio criollo y sus limitaciones y exigencias. En esa tensión entre innovación y criollismo resolvió en poco tiempo las posibilidades de su talento.
Lo cierto es que, en la obra de Sánchez, están inscriptos potentes núcleos de sociabilidad de la vida rioplatense, tan fuertes que perduran hasta hoy. Hay mucho de En familia en La omisión de la familia Coleman del joven Claudio Tolcachir o en La de Vicente López y Rancho de Julio Chávez (quien además de gran actor, es muy buen dramaturgo). Una señal de la vigencia de Sánchez está en el interés que por su obra sienten los directores argentinos de los últimos años, y no nos referimos al rito oficialista del teatro estatal. El feroz Alberto Ure puso En familia entre sus últimos trabajos, Pompeyo Audivert trabajó experimentalmente sobre El pasado por Pompeyo Audivert, y Luciano Suardi puso en escena Los derechos de la salud. Hay que destacar especialmente la creación del director Ricardo Bartís De mal en peor. Homenaje a la literatura dramática de Florencio Sánchez, dramaturgia original de Bartís y su equipo basada en la reescritura del universo discursivo de Sánchez. En 1994, con motivo de la inclusión de Barranca abajo en la programación del Teatro San Martín (dirección del uruguayo Júver Salcedo), Roberto Cossa observó: “La mirada social de Sánchez mantiene una absoluta actualidad. Sus dos obras clave, Barranca abajo y En familia, siguen hablando al hombre argentino actual” (en entrevista que le hicimos para El Cronista, el 8 de abril de 1994).
En la mencionada “Conferencia en el Teatro Florida” de 1907 afirma, medio en broma y medio en serio: “Hube también de presentarme ante este supremo tribunal, abogado de mí mismo, a defenderme de ciertos cargos circulantes respecto a la moralidad y decencia de mis obras, a decirle en un fundado y documentado alegato, que Florencio Sánchez es una buena, sana y honesta persona, si no ofensiva –porque el calificativo es deprimente para un espíritu batallador–, caballeresca en la polémica, leal en el juego de las armas, aun cuando no escatime las estocadas a fondo, severa pero sin incongruencias inútiles, sincera y veraz, respetuosa del ajeno convencimiento y pundonorosa del pudor de los demás, vanidosa, celosa de la integridad de sus ideas porque las cree justas, implacable con la mentira como tolerante con el error. Que Florencio Sánchez, en fin, no cree en la religión y la combate, nunca se ha desayunado con frailes crudos, ni almuerza arcángeles fritos; y si ataca en sus obras los principios morales y sociales en vigencia, siguiendo los ideales y las tendencias del pensamiento contemporáneo, no ataca personas ni corporaciones determinadas, ni exacerba el concepto, ni extrema el vocablo de vaciar su pensamiento en los moldes del realismo, única forma, a su juicio, de que el teatro lleve su alta misión educadora del sentimiento y la conciencia humanas”. Hace 100 años Florencio Sánchez moría, joven, pobre y triste, en el hospital de caridad Fate Bene Fratelli de Milán, sin alcanzar la gloria soñada del triunfo en Europa.
(Nota extraida de http://www.artezblai.com/artez/artez163/iritzia/dubatti.htm